Con el deseo de que cada uno y cada una encuentre la "magdalena" que conecte con las sensaciones, con el pasado, el presente y con la certeza de que no hay que hacer grandes esfuerzos para conectar con nuestra profundidad, solo hay que estar atentos y observar...:
"...Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman
magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de
peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y
por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los
labios unas cucharadas de té en el que había echado un trozo de
magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las miga
del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo
extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me
invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las
vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y
su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor,
llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no
es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme
mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella
alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del
té y del bollo, pero le excedía en, mucho, y no debía de ser de la
misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a
aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el
primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos.
(...) Y otra vez me pregunto: ¿Cuál puede ser ese desconocido
estado que no trae consigo ninguna prueba lógica, sino la evidencia de
su felicidad, y de su realidad junto a la que se desvanecen todas las
restantes realidades? Intento hacerlo aparecer de nuevo. Vuelvo con el
pensamiento al instante en que tome la primera cucharada de té. Y me
encuentro con el mismo estado, sin ninguna claridad nueva. Pido a mi
alma un esfuerzo más; que me traiga otra vez la sensación fugitiva. Y
para que nada la estorbe en ese arranque con que va a probar
captarla, aparta de mí todo obstáculo, toda idea extraña, y protejo mis oídos y mi atención contra los ruidos de la habitación vecina. Pero
como siento que se me cansa el alma sin lograr nada, ahora la fuerzo,
por el contrario, a esa distracción que antes le negaba, a pensar en otra
cosa, a reponerse antes de la tentativa suprema. Y luego, por
segunda vez, hago el vacío frente a ella, vuelvo a ponerla cara a
cara con el sabor reciente del primer trago de té, y siento estremecerse
en mí algo que se agita, que quiere elevarse; algo que acaba de perder
ancla a una gran profundidad, no sé qué, pero que va ascendiendo
lentamente; percibo la resistencia y oigo el rumor de las distancias que
va atravesando.
(...) Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el
pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de
mojado en su infusión de té o de tilo, los domingos por la mañana en
Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa),
cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me
había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como
había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había
separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más
recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo
abandonados fuera de la memoria no sobrevive nada y todo se va
desagregando!; las formas externas también aquella tan grasamente
sensual de la concha, con sus dobleces severos y devotos., adormecidas
o anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo,
cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos,
más frágiles, más vivos, más inmateriales, más, persistentes y más
fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y
aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse
en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.
En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado
en tilo que mi tía me daba (aunque todavía no había descubierto
y tardaría mucho en averiguar porqué ese recuerdo me daba tanta
dicha), la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto,
vino como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del
jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para
mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo
únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo,
desde la hora matinal hasta la vespertina, y en todo tiempo, la plaza,
adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba
a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando había buen
tiempo. Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un
cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en
cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a
distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en personajes
consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro
jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las
buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y
Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va
tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té".
Marcel Proust
"En busca del tiempo perdido"
Por el camino de Swann 1913