Con alguna frecuencia aparece en mi mente, algo que una persona me compartió hace mucho tiempo: “Al dormir, no puedo poner mi cuerpo boca abajo, me asusta tener el oído en la almohada y alcanzar a escuchar los latidos de mi corazón”. Desde entonces siempre me hago muchas preguntas al respecto, en realidad esta confesión abre una dimensión infinita a mis preguntas.
¿Hasta que punto sentir nos asusta?
Los latidos son sinónimo de vitalidad, son el compás de la vida, ¿como puede asustarnos la confirmación de seguir vivos?
Varias preguntas más van llegando a mi mente. Pero encuentro que, en cierta medida, es algo que nos suele pasar con frecuencia, puedo afirmar que no sólo asusta a quien lo pudo expresar tiempo atrás por primera vez.
Tememos aquello que nos hace sentir, por no estar acostumbrados a relacionarnos con aquello que sentimos.
¿y que hago con esto que siento?
A veces preferimos que nuestro corazón no haga ruido, como preferimos que la vida no suene mucho para que, de ser posible, no nos despierte; queremos estar vivos pero ojalá, sin que implique demasiado, escogemos no enterarnos de lo que se mueve dentro, sin terminar de comprender que “eso” es lo que mueve mi vida.
Es como si deseáramos estar vivos, pero sin enterarnos del todo, sin hacer demasiado aspaviento, no vaya a ser que el tic tac de mi motor interno me desconecte de lo que hay fuera y me obligue irremediablemente a girar mis ojos hacia dentro, hacia donde reside la vida.
¿Y que hago con lo que siento?
En la misma pregunta está implícita la respuesta: SENTIR, dejar que las sensaciones inunden los sentidos, dejar que el cuerpo vibre, con la cabeza y el oído bien pegados a la almohada para no dejar escapar ni un solo latido.
Si como dice Elsa Punset “sentir curiosidad por el mundo es amarlo” entonces, qué resultará de sentir curiosidad por lo que se mueve dentro de nosotros?